Como ganado camino al matadero

No dijimos nada. Nos quedamos en silencio. Nuestros rostros demostraban un claro malestar. La frustración se acumulaba llenando el aire tenso de rabia. Pero ni una palabra.

Quizá fue por nuestra paciencia, esa cualidad que este país nos fuerza a desarrollar guste o no. Porque sin paciencia quizá la violencia sería nuestra tos social. Cada tanto saldría esa tos por fumarnos tanta desigualdad. De hecho, cada tanto sale.

El bus ya estaba lleno, pero seguían subiendo a más gente, seguían tratándonos como ganado o atún o empaquetados. Tanto nos acostumbraron a eso que actuamos como tales, como «cosas» que son incapaces de reclamar con palabras. 

Hasta que de repente, alguien lo rompió: “jahapy chera’a, henyhemango!” (¡vamos pues!¡ya no sobra espacio!). Y por un segundo el aire se hizo leve.

La chatarra con ruedas crujió y chilló como si hasta la máquina apoyara el grito de protesta y se sintió como si el bus hubiera pasado sobre un bache algo más profundo que el promedio. Segundos de silencio. Pero ni pío más. Entonces, la gravedad retornó y con ella el nudo en nuestras gargantas.

Se sonrojó el rostro de quien exclamó la crítica más justa en nuestra defensa. Es verdad, sentimos simpatía hacia él, pero aún así, a pesar de las miradas de apoyo cobarde, ni un suspiro de apoyo. Al mismo tiempo se podía leer rostros encimados y escondidos en ese paquete de cigarrillos humanos que es el colectivo diario. Esos rostros lo juzgaban de “iluso» o de “inocente”; decía más su silencio que la culpa con la que otros miraban el suelo o vestían su ñembotavy con los auriculares puestos, que tampoco tenían sonido. Hay tantas formas de actuar «como si» estamos ausentes cuando las injusticias nos suceden; aparentamos estar ausentes creyendo que así la injusticia no tiene repositorio. Nos engañamos con nuestro propio silencio.

Y ese silencio fue aprovechado. “Hacia el fondo hay más espacio”, gritó el conductor desde la pequeña cárcel desde la cual aparenta conducir con libertad, no tan distinta de la pequeña cárcel mental en la que nos escondemos.

Subió un puñado de gente más, agradecida al principio; agradecida porque el prisionero con volante rompía las reglas y esa pequeña injusticia beneficiaba a los nuevos cigarrilos bípedos que se nos sumaban. Interesante, ¿no? Que la injusticia pueda ser al mismo tiempo beneficio para algunos, mientras que a la larga, siempre, siempre, es perjuicio para todos. Bastó con dos cuadras adicionales para frustrar a los agradecidos mientras se hacían cada más paquete y cada vez menos gente.

Una injusta parada más. «Sólo unas cuadras más; ya falta poco para llegar; qué habrá en Instagram y TikTok». Cualquier cosa para anestesiarnos de las violaciones. Cualquier cosa para anestesiarnos de nuestra humanidad.

Paraguay suele maldecirnos con la cualidad de la «paciencia frustrada». Un vicio necesario para sobrevivir “en paz”, evitando conflictos, pero insuficiente para vivir con dignidad. Porque ese tipo de paciencia es pasividad y sumisión, es elegir ser víctimas todos los días, sin decir nada ni apoyar a quienes lo dicen; es ser, en resumen, prisioneros de nuestros silencios.

¡Cuántas cosas asemejan ese viaje diario en el colectivo¡ Esa injusticia de pasaje ida y vuelta, en la política y en la economía, en los privilegios sin mérito y en la ruinosa educación y salud. Pero no decimos nada. Nos quedamos en silencio, como ganado camino al matadero.

[Originalmente publicada en Twitter e Instagram]

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David Riveros García

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